Reseña del Ganar y Perder, de Jorge Alfonso por Sergio Schvarz

 fuente https://www.laondadigital.uy/


“La felicidad no necesariamente equivale

a la distancia más corta entre dos puntos”.
Jorge Alfonso

La novela autobiográfica Ganar y perder, de Jorge Alfonso, publicada por Estuario editora en noviembre del año 2021 tiene en su honestidad intelectual su mayor virtud. Todo cuanto pasa en estas páginas sucedió en la realidad, aunque las interpretaciones de los hechos tenga sello propio, e incluso con la precaución de poner otros nombres, ficticios, a personas que interactuaron con el autor, para no herir susceptibilidades o bien exponerlos al ridículo.
I

Se trata de un registro, minucioso, de cómo un muchacho de Paso Carrasco se abre camino en la vida y, desde que decide ser escritor, encuentra un sentido y una orientación a un cúmulo de energías que se desparrama con cierta contención en sus amistades y, también, por períodos, en ciertas drogas que tanto le muestran otras cosas, más espirituales, como aspectos distintos de la realidad.

Los talleres literarios, que fueron parte de la formación del escritor, parten todos de Sunny. Sunny Brandi, una mujer que se empeñó en sacar lo mejor de cada uno, con paciencia pero también con firmeza, convencida del poder de la escritura, fue fundamental en la formación del joven Alfonso. No podría haber habido Jorge Alfonso escritor sin Sunny, quizá la única mujer, en ese tiempo, capaz de enmendarle la plana y llamarlo al orden. La expansión de Alfonso quedaba así contenida y se concentraba en las tareas propias del taller y, fundamentalmente, en un aspecto que no debe ser sobrevalorado: la síntesis de lo breve, de lo preciso, y la necesidad de corregir, de repensar lo escrito, de elaborar, de trabajar, de remediar las palabras o frases “encirculadas” de rojo y esforzarse en buscar términos nuevos, ideas nuevas… Y, por ese camino, vidas nuevas.

Claro, las circunstancias hicieron que el taller tuviera sus altos y sus bajos, y el propio escritor también, porque cuando la vida pasa, nos va haciendo mella.

Luego seguirá el Ateneo, con todo su glamour antiguo y un grupo de escritores que terminarán entreverados entre egocentrismos y disputas ocasionales, pero que formarán parte, también, del aprendizaje del escritor. Porque cada uno cuenta a según cómo le va en la feria, y todo eso fue una rica experiencia que se fue decantando en textos.

Porque entretanto Alfonso siguió escribiendo, leyendo, viviendo un poco de forma caótica, a lo Bukowski, porque para ser escritor no hay más que escribir, y seguir escribiendo, aunque las erupciones nerviosas hagan rascar desesperadamente, aunque la gente que uno ve no colme del todo nuestras expectativas, aunque la plata no alcance y el vino lija nos deje la lengua violeta, cretonada.

Y es más, cuando las circunstancias son verdaderamente complicadas, parece salir de dentro nuestro un ahínco feroz, casi desesperado, explosivo y creador.

Así, las sesiones del Ateneo, en el marco del grupo Opus IV, le mostraron otro aspecto de la literatura, la lucha interna y la competencia, la envidia, el acomodo y la incomodidad. Y eso a pesar de la labor de Santucho, un obrero de las letras, hombre íntegro que se brindó por los demás. A veces los grupos humanos se deshilachan, se fragmentan, se dispersan, a pesar de muchos elementos comunes entre ellos. Hay ambición y, ¡quién lo diría!, traición literaria.

Luego vino Giovanetti Viola, y con él la voz de alguien que ya tiene cierto recorrido y que ha visto al maestro, y que ha sido aleccionado debidamente por el maestro, y por lo que Alfonso puede ver —si quiere verlo— que el camino “habrá de hacérselo cada uno, tenaz y alegremente, cortando la sombra del monte y los arbustos enanos” como pedía Onetti. Porque entretanto el joven Alfonso ha sabido ir encontrando su propia voz, a veces por encima de la de los demás y su suficiencia pueda confundirse con cierta vanagloria y un sentirse muy original, tanto como para marcar una personalidad literaria única. No admite perder, sin embargo, aunque luego la vida le ha dado pérdidas y se ha tenido que acostumbrar a ello.

El taller del Cerro fue una etapa importante, porque es la última antes de que Jorge Alfonso salga a luz, y tiene que aprender a conjugar en colectivo, aunque uno de los que destaca es Gabriel, personaje ineludible de aquellos años en la zona oeste de la capital:

“Gabriel. Tan único, tan diferente a la manada.,.. Inestable, inexplicable, ingobernable. Exagerado, impúdico, irrespetuoso. Agitador, vicioso, buscavidas. Evasor de leyes, parejas y trabajos fijos. Gabriel: el delirante, el borracho, el poeta de arrabal. Gabriel: el loco no tan loco, el relacionista público callejero, el vendedor de ilusiones, el irresponsable, el  juglar, el bufón, el hombre libre prisionero de sí mismo. Gabriel: el peor dealer del universo. Gabriel: el bohemio que se regodea en su oscuridad. Gabriel: ese diablito encantador de serpientes. Tu oscura luz brillará siempre, Gabriel. Aunque no lo quieras. Y esa será tu salvación y tu condena, Gabriel, director del Taller Literario de Los Escarabajos Nocturnos”. (p.  149)

Una etapa incierta, por cierto, donde él viajaba desde Buceo hasta el Cerro para participar del taller. “¡Ah, el ómnibus 370, que supo llevarme, lúcido y alegre, y devolverme a casa destruido y consumido por el alcohol, la joda, las drogas, las buenas y malas compañías!”. (p. 149)

En este capítulo, en especial, Alfonso se apoya en las fotografías, ya que estas “recuperan” aspectos del pasado, y lo traen de vuelta. Y allí están esos participantes medio anarcos, capaces de hacer terrorismo poético y de traer imágenes retro, extrañas y bizarras, de estética vintage, que adornan las paredes. “Por aquí un maniquí sin cabeza, por allí coloridas tapas de llaves de luz de los años sesenta, lentes de sol de esa época o de los setenta, muñecos de plásticos de colección, botellas antiguas, viejas cámaras de fotos…” (p. 152)

Seguramente se escapan cosas, anécdotas, detalles. “Porque ¿cómo recordarlo todo, ha pasado tanto tiempo!”. (p. 153) Esas cosas de la memoria, tan voluble.

Otro de los participantes era Fabián, el ciego vidente. Alfonso se sentía poderosamente atraído por su personalidad y por su “arte”, confió mucho en él y seguía sus consejos al pie de la letra.

Y tras ver esas fotos, Alfonso concluye (y concluimos nosotros) que “hay mucha vida en ellas y en esa gente del Cerro. Al igual que en la ruinosa casa que nos albergaba, ese heterogéneo grupo humano rebosaba belleza para quien supiera apreciarla. Por supuesto, luego el tiempo hizo su trabajo de siempre y finalmente todo se volvió recuerdo”. (p. 154) En definitiva, “el Cerro es uno de esos barrios que enseñan lo que sitios de mayor poder adquisitivo jamás podrán inculcarte”. (p. 155)

Allí puede haber un exceso de belleza decadente, que comprende, por ejemplo, “un aljibe y un primitivo sistema que llevaba agua a diversos lugares de la casa, palanganas muy viejas con otras plantas colgadas en cualquier parte, una cocina a gas abandonada y herrumbrándose…” (p. 148), todas estas cosas que generan una estética de pobres recursos pero que, sin embargo, llevan en sí una historia a cuestas y la transmiten, quizá como meros símbolos. Y genera un ambiente, el ambiente necesario para la realización de ese taller.

La relación del autor con sus padres no es la mejor, el aislamiento por momentos es total, y los talleres son la oportunidad no sólo para salir sino para desarrollarse, para estar activo, para esforzarse en crear. La creación, a su vez, dispara otras búsquedas, y éstas otras escrituras. La mujer, entonces, de ser un ideal pasa a ser una realidad, y entonces lo contiene y le hace conocerse, comprenderse. Además ella misma (Claudia) es una muy buena poeta y xilografista.

La música lo completa, lo libera, lo sume en ensueños y no deja de sonar mientras teclea rabioso alguna anécdota que no puede dejar pasar por alto.

II

“A los maestros hay que perdonarles todo”
Julio Cortázar

La visibilidad de Jorge Alfonso se dio al editar Porrovideo. Como promoción del libro el autor fue al Molino de Pérez, en Malvín, y leyó ante cinco mil personas un poema que fue festejado por el público y le dio un “empuje” que lo orilló a los medios de comunicación (“Yésica Yeny Rodríguez”).

Por supuesto que una vez enfrentado a la cámara le preguntan sobre el porro y no sobre el libro ni sobre la literatura, y porque ya está cantado que Alfonso vino para romper estereotipos —¿qué, sino otra cosa, debemos romper, para sacudir la modorra intelectual urbana?— hasta nos dirá que el presidente, también, debería fumarse un porrito de vez en cuando… Para escándalo de las viejas cotorras y algunos moralistas trasnochados.

Pero la insatisfacción continúa dentro del joven Alfonso, ni siquiera la popularidad que adquiere, y que es momentánea y fugaz, pero él aún no lo sabe, le permite vivir de la literatura, que es todo su anhelo. Claro, llegará un momento en que sabrá la verdad: la literatura no da para vivir, sino que uno, siendo escritor, vive en función de la literatura aunque deba trabajar en otra cosa para conseguir los recursos necesarios. Salvo ccontados ejemplos.

Y también irá aprendiendo que para ser escritor no basta con ganar menciones de honor y premios, qué él los ganó en abundancia, sino tener la voluntad de escribir continuamente y, sobre todo, de tener cosas que decir. Quizá por eso hubo un silencio prolongado, una decepción sobre el ambiente literario, pero también otros aprendizajes, puesto que la vida es un continuo aprendizaje sobre los demás pero también sobre nosotros mismos.

“¿Qué tendré yo que los impulsa a elegirme entre tantas personas?”, será capaz de preguntarse, de la misma manera que se le acercan los locos, los delirantes, en las paradas de ómnibus o en las esquinas perdidas de la ciudad y lo embrollan con delirios o locuras momentáneas. Lo escogen a él porque tiene cierta energía que los atrapa, porque muchas veces ha orillado el límite, y así como vino de la periferia (Paso Carrasco) luego ha ido hacia el interior de la ciudad, en un movimiento centrípeto pero también centrífugo  (Malvín, Plaza Matriz, Plaza Cagancha o Libertad, Punta Gorda, Buceo, el Cerro…), formando parte de diversas tribus urbanas, todas con sus virtudes y con sus defectos, con sus problemas y conflictos, y que a veces se interconectaron.

Si tuviéramos que resumir la experiencia final que le provocó a Jorge Alfonso su paso por los diferentes talleres de los que aquí hace memoria —y algún otro que no menciona—, es esto: “los maestros vienen siempre con su propia paleta de colores y los alumnos que pasen demasiado tiempo con un solo maestro terminarán adoptando esos tonos particulares. Junto con ellos adoptarán inconscientemente muchos de sus gustos, algunas de sus manías, alguna de sus aficiones, segmentos de la filosofía de vida del maestro y por supuesto gran parte (o la totalidad) de sus dogmas personales acerca de la belleza”. (p. 106)

El ideal, puro y perfecto del maestro podría enseñarnos, claramente, que

“un maestro no solo es maestro en lo artístico, sino también en lo ético, en el arte de ser gente, en la forma de entender la vida diaria. Un buen maestro es también un buen amigo. El maestro no sólo imparte técnicas, el maestro es una viva muestra de su concepción del arte y de sus dogmas, sumados a la ideología política, religiosa y filosófica que logró preservar o inventar. Muchas veces todo ello viene empaquetado junto y muy mezclado. El maestro educa con su palabra, con sus sugerencias y directivas, claro, pero también educa con el ejemplo, con la actitud, incluso con sus fallas y limitaciones”. (p. 106)

Es claro que eso debería ser así, sería estupendo si fuera así, y por cierto hay algunos maestros que son así, pocos es verdad, e incluso los maestros de uno no son los maestros del o de los otro(s).

Y mientras el joven Alfonso va en busca de ese talismán mágico que puede abrirle puertas, probará en las drogas otras formas de percepción y autopercepción, por lo que su camino será, también, un camino interior, que le muestra fortalezas y debilidades, afectos y defectos. Pero exteriormente también acomete proyectos, como las primeras ediciones artesanales (La poesía es una máquina de hacer chorizos y Cacareos poéticos y otros poemas de amor misógino), hechas con sudor y esfuerzo, y la fabulosa experiencia de Valizas. También las diferentes lecturas en bares, donde siempre Alfonso pone un toque de personal “locura” y extrañeza.

III

“Toda teoría es gris, sólo es verde el árbol de dorados frutos que es la vida”
Goethe

Yo conocí a Jorge Alfonso. Fui —¿soy?— su amigo, durante varios años. Lo conocí en el taller de Sunny. Sunny Brandi fue muy importante para mi propio aprendizaje, aunque no tanto como lo fue para con Jorge Alfonso. Con ella aprendí a ser más breve, más conciso. Los ejercicios que realizábamos despertaron la imaginación, y de ello quedaron varios textos que fueron mojones de escritura, pero también de vida, de ir interpretando lo que nos iba pasando en la vida, con errores y aciertos, y, por supuesto, con grandes tropezones.

Un poco después Jorge Alfonso me ayudó en un momento muy especial de mi vida, en un momento de dificultad. Fue capaz de sacar del surtido común con su mujer, algunas cosas para mi propia manutención. Es probable que en privado nunca le haya agradecido lo demasiado que debería haberle agradecido, pero hoy, en público, quiero agradecerle por lo que hizo, de forma totalmente desinteresada. Eso también nos muestra a un escritor que, antes que nada, es una persona con sensibilidad. Podrá tener todos los defectos que incluso él mismo ha señalado, cierta arrogancia y suficiencia, pero ha aprendido a desprenderse no de lo superfluo sino incluso de lo que podría necesitar porque otro lo necesita más.

Viví su salto a la luz de los medios y pude comprobar su desaliento porque su imagen se veía indisolublemente asociada a la marihuana, y al clamor de que, de una vez por todas, la legalizaran, cosa que finalmente sucedió. Pero él quería hablar de la literatura, y sobre ser escritor, y él se vio envuelto en medio de esa confrontación pública cuando lo que le interesaba es que hablaran de su libro, si tenía méritos literarios, si entonces podía ser —o ya lo era— un escritor con mayúscula y, sobre todo, si podía llegar a vivir de eso. Es lo que llamaría, con un dejo de lamento, el síndrome del escritor profesional, que quiere dedicarse única y exclusivamente a ser escritor. ¡Ah, si uno pudiera dedicarse sólo a escribir! Quimera de los literatos.

Mientras luego la vida nos llevó por lados distintos, él en ese tiempo se podía preguntar: “¿por qué vivía siempre preocupado por asuntos que mayormente estaban fuera de mi control y de mis decisiones?”.  (p. 138) Lo que debería ser el mundo, y lo que efectivamente era, alcanzaba para indignarse. Y cuando el concepto de mundo lo aplicamos, también, a “todo el mundo”, es decir a todas las personas, es fácil sentir un sinsabor, un algo pesimista que pesa sobre los hombres y mujeres de este mundo, un modo de ser y de hacer que nos lleva a la destrucción, incluso de nosotros mismos. La autodestrucción.

“Otra vez me estoy alejando de lo que quería contar”, dice Alfonso, que a veces se disgrega en otras consideraciones (y yo también), pero justamente la lejanía —la distancia, temporal o espacial— le ofrecen al autor la visión completa que se suma a eso otro que no está dentro de la anécdota en sí, pero que sin embargo forma parte de la misma.

“Odio perder en cualquier cosa en la que compita”

Es verdad, tan en serio se toma la competición que no soporta perder. En realidad ese mismo miedo le da mayor fuerza. De la misma manera, sus cuentos tienen un toque “efectista”, como si finalizara una historia con un solo disparo, pero tan potente como para volarte la cabeza.

En la poesía tiene esos golpes de efecto, también, como ciertas partes de lo que dice el poema —que leyera en esa mítica jornada en El molino de Pérez, “Yésica Yeny Rodríguez”—, es un retrato de cierta realidad, que por medio de su personaje nos muestra todo un mundo paralelo, con coordenadas propias. Pero Alfonso hace algo más, le da sentido a la existencia de esa mujer que está perdida, y le hace decir al poeta que aún hay esperanza.

Porque Alfonso, y me consta, había estado explorando la posibilidad de hacer un diccionario “plancha” y había recolectado expresiones junto a posibles significados. Además, de a poco la jungla montevideana se iba engrosando de seres estrafalarios y luego mucha gente empezó a estar girando en círculos cada vez más pequeños hasta abarcar únicamente su propio interior. Ese mundo “plancha” está mejor explicitado en Poema de amor plancha en cuanto a los términos que nos referimos.

Pero esta misma “ex centricidad” es la que se opera en los cuentos de Alfonso, van de la periferia de las cosas hasta el centro del interés vital, allí donde duelen las cosas que importan. Y tanto es así, y tanta importancia tiene ello para el autor, que puede expresar: “¡Qué fácil es aconsejar valentía cuando no sos vos el que tiene que ir a la guerra!”, aunque la guerra a la que se refiere, en ese caso puntual, sea la presentación en un Stand up, de lo que se desmarcó apenas pudo, porque descubrió que eso no era lo suyo. Si algo no quiere Alfonso es ser una “estrella”, sino solamente un creador y que, cuando hace lecturas, hace una puesta en escena de sí mismo y se le ocurren cosas disparatadas para llamar la atención, pero eso lo hace para así lograr que la gente retenga algo de lo leído, una idea, un sentimiento, una composición de lugar.

En Alfonso hay, y él lo señala, un peso de la responsabilidad, de cumplir las responsabilidades siempre, y sobre todo el peso de la culpa, “esas oscuras obsesiones que mis católicos y sacrificados padres me habían transmitido hasta su muerte”. (p. 196)

Eso que ya no está, sigue estando

El libro Ganar y perder tiene la cualidad de ser un registro de época de ciertas prácticas culturales, que formó parte del movimiento cultural montevideano (pero no sólo de la capital), y además sobre su propia experiencia, como un escritor “amante de la marihuana”.

Una de esas experiencias de intervención artística, los jams, las “aquelarres”, es explicada por el autor: “la idea general era invadir un espacio público anodino, despreciado o desperdiciado, e intervenirlo con todo tipo de actividades artísticas”. (p. 206) Además, en ese proceso, aprenderán a compartirlo todo y a saber, también, que nadie es imprescindible, que si falta uno habrá otro que hará esa tarea.

Es el concepto de organización espontánea, que queda explicado en el siguiente párrafo con absoluta precisión:

“Poco a poco los miembros del grupo comenzaron a llegar. La idea era la de siempre: invadir la plaza con música y poesía, pero también hacer una olla popular. Y todo se fue desarrollando con esa precisa y espontánea organización de siempre. De repente alguien dijo: “Hay que juntar leña. Voy hasta el contenedor de la otra cuadra. Vi que había ramas gruesas y un mueble destartalado”. “Voy contigo”, apoyó otro. Al rato estos dos volvieron y otro amigo anunció “Yo hago el fuego”, e inmediatamente se puso a trozar la madera con los recolectores. “Che, voy a ir a los locales de por acá a ver si me regalan algo para agregar al guiso”, anunció otro. “Dale. Andá por esta cuadra para abajo y yo voy para el otro lado, así cubrimos más lugares (…) En tanto este grupo debatía acerca de dónde se podría lavar la gran olla que habíamos traído, un segundo grupo ya estaba moviendo parlantes, amplificadores y otros equipos”. (p. 214-215)

Siempre en los bordes de la legalidad, de lo incorrecto, transgresor per se, con el único objetivo de escandalizar y sacudir las conciencias, “fuimos y somos artistas viviendo entre un frecuente y naturalizado desprecio hacia nuestro arte y hacia nosotros mismos, artistas envueltos a veces en una especie de cruda heroicidad —esa que nos empujó a tantas quijotadas—, sí, pero también artistas que no dejan de ser simples seres humanos, con sus falencias e instintos siempre a flor de piel”. (p. 226)

La última parte del libro cuenta de su viaje a Cuba, como representante de Uruguay  al Congreso de escritores jóvenes de América, organizado por Casa de las Américas. Se detiene primero en la historia de las gestiones necesarias para poder viajar a La Habana, las trabas impuestas, y la dosis necesaria de envidia y mala onda para que todo fracase (el remate final de esa historia, que describe distintas “actitudes lésbicas”, es espectacular. Me hizo levantar de la silla y aplaudir mentalmente).

Pero Cuba, y la situación de los cubanos, se va abriendo camino hasta dominar toda la narración. Y lo hace desde su propio recorrido, confrontando lo que se dice de lo que es. Si bien no puede contar de lo que no vio, lo que vio es mucho para contar, sobre todo la “dramática situación económica, por la que atraviesan la mayoría de los cubanos”. (p. 282)

Y una de las experiencias que le dejó su paso por la isla (y por todo lo que cuenta) es que “la vida no es más que un cúmulo de millones de momentos casi intrascendentes y unos pocos momentos mágicos, que se viven con cierto temor y luego se recuerdan reverencialmente”. (p. 297)

Por supuesto que hay especulaciones, dudas, temores: “Y si esto sale mal…”, o “¿si el avión se cae?” Sin embargo, luego de establecer vínculos con gente del lugar, por la propia situación económica, es capaz de gastar como un “duque” (aunque en los términos relativos del dinero es poco comparado con lo que podríamos adquirir en nuestro país por el mismo precio), descontando la honorabilidad que lo persigue y le dicta la conducta. Así, sobre el dinero dirá de gastarlo, “no guardarlo, no, ni tampoco crearlo, ni mucho menos especular con él, sino simplemente gastarlo en compañía de gente querida”. (p. 317)

Por último se tomará el tiempo para hacer una reflexión final, que apunta a lo general, “…un colega del interior del país me preguntó cómo veía el panorama literario de Montevideo. Yo le respondí sin vacilar que el ambiente de las letras en la capital se asemeja a un gran chiquero. Un chiquero hediondo, lleno de egos, de amiguismos, de mediocridad, barro y basura humana, donde los escritores son casi sin excepción un buen montón de cerdos maquillados peleando desesperadamente por una solitaria trufa (…) de plástico”. (p. 324)

(Ganar o perder, de Jorge Alfonso, Estuario editora, 2021, Montevideo, Uruguay, 326 páginas)

Por Sergio Schvarz
Periodista y escritor

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