Cap. VII de la novela Joel Dun

                                             
 


                                  
VII

          Titi – Caca y el nacimiento de nuevas formas


Llegando a la orilla el chasquido del agua sobre el pequeño bote de madera se acentúa. Joel arrastra el barco sobre las piedras lisas y redondeadas. Lo deja cerca del último muelle hacia el oeste. Camina de vuelta a casa, solo. Como cada día de los últimos meses.
Sentado sobre las raíces de un gran árbol Joel respira de nuevo profundo y lucha por oxigeno con la altura del lago sagrado.
 -Prendería un cigarro- murmura, y se queda callado. La noche cae, otra vez sobre él, como cada noche de los últimos meses.
No fuma. No ve. No nada. -Y todo al mismo tiempo- murmura de nuevo, esta vez con una voz más animada.
Emprende el camino de vuelta a casa y la Luna, a medida que camina, se agranda. Lejos, escucha los remos de un pescador entrando y saliendo del agua. Imposible verlo en un lago tan oscuro como las escamas que caen de Joel, como cada día de los últimos meses, dejando el camino vacío,

imposible de transitar vuelta atrás.
 -Y mañana, otra vez a hacer mella en él.- vuelve a pensar en voz alta Joel.
Esa noche duerme solo. Con la compañía de Dios y el OroSol IncaTiwanacota descansando bajo el Gran Lago. Como cada noche de esos últimos meses. El aire azulado y el silencio de la tranquilidad expulsan los malos hábitos de Joel. Por natural selección, y empezar a querer eso que nos hace bien. La rutina desgasta las botas cansadas que Joel usa, y su cabeza descansa. El agua lo amansa. La tranquilidad no tiene fecha en el calendario o alguna definición certera en el diccionario. Aun así Joel concatena letras, palabras e ideas en frases tiradas al viento que nunca nadie escuchará.
En una de sus caminatas Joel cae por un pequeño barranco. La risa lo invade. Entiende, de alguna manera, que si vive debe agradecer y que no hay mejor forma de hacerlo que riendo, y a carcajadas.
-Fue una buena tarde- recuerda, mientras habla con Carmen, una mujer bien mayor en la Plaza Sucre. Mientras come el almuerzo callejero que ella le prepara como cada mediodía.
-Solo he terminado con algunos raspones y dolores

abdominales de tanto reír- agrega. El Sol irradia fuertes rayos cansándolo todo y Joel se nutre de energía divina sin saber de dónde viene.
-Son ocho bolivianos- sonríe Carmen. Joel saca las monedas y paga antes de irse.
Copacabana es un monasterio natural para Joel esa temporada. Alquiló una pequeña casita cerca del agua.
El Lago Sagrado lo alimenta y baña.
–Santo Titi Caca- repite una y otra vez Joel al entrar, descalzo, desnudo, a la helada agua.
Una madrugada Joel camina varios kilómetros para encontrarse el Sol desde un lugar diferente. Una manera diferente. Se para frente al vacío de metros y metros hacia abajo. Justo por el barranco. Una ráfaga de aire comienza a helarle el pecho, el abdomen entero, los brazos y las piernas. El cuerpo que duele deja de sentirse. Joel ya no lo siente. Y se estremece. El viento es cada vez más fuerte. Joel deja de sentir como lo venía haciendo. Como lo había hecho toda su vida. Siente algo nuevo y no entiende qué. El viento aumenta y Joel se eleva. Alto, bien alto. Por entre los árboles y enredaderas, los pájaros y nubes. La cúpula celeste y el Sol que espera. Joel lo descubre más allá del horizonte tal cual lo podía entender en la

Tierra. Y sube más, más. Más allá del futuro y las ideas. Y todo en un segundo.
De vuelta en el barranco Joel tiene la cabeza violeta. El Sol se amanece haciendo piruetas. En ese momento Joel creyó escuchar sirenas. No era nadie.
Al día siguiente. Como el guerrero que se ha puesto a prueba Joel vuelve al pueblo con energía nueva.

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